El ronquido lúgubre de las caracolas advertía de riadas, aunque también convocaba a miles de huérfanos en protestas y algaradas
Era un sonido lúgubre y ronco, una especie de telégrafo aciago que, al sentirse a lo lejos, estremecía toda la vega murciana. Era el ronquido de las caracolas huertanas, antiguos seres marinos que, por esas dualidades de esta tierra, se empleaban, precisamente, para anunciar el agua. Unas veces, en forma de terrible riada; otras, como aviso del final de las tandas de riego. El escritor Castillo Puche las denominó «temible cuerno del terror de las aguas desmandadas e invasoras». Lo eran.
Como también fueron el único medio de comunicación durante siglos para alertar a las gentes de peligros inminentes. De portal en portal, el quejido de aquellas caracolas recorría la huerta como el más certero mensaje que hoy pueda enviarse a través de las redes. Mas con una diferencia: los avisos con aquellos instrumentos siempre eran recibidos. Y muy atendidos.
El investigador Tomás García Martínez citó en su tesis cómo los murcianos disponían de un auténtico código de sonidos para comunicarse de un sitio a otro, sobre todo en tiempo de riadas. Distinguía el autor dos toques de caracolas. Uno, de preparación para avisar «a los lugareños cuando llegaba el agua», lo que permitía que familia, animales y cosechas subieran a la cámara de la casa y evitaran el desastre.
Eso sucedía cuando el llamado ‘caracol’ sonaba las primeras veces. El segundo sonido era más terrible, puesto que anunciaba que el Reguerón, el remoto río Guadalentín encauzado, se había desbordado. En otras comarcas como Águilas, un toque largo anunciaba la hora de comer; tres toques, una muerte.
Como sistema de emergencias no tenía precio. Y existen decenas de episodios históricos que lo prueban. Durante la terrible riada de Santa Teresa, así llamada porque fue aquel día, 15 de octubre de 1879, cuando la avenida arrosó toda la vega, muchos salvaron la vida en los partidos del Norte de la huerta, precisamente, por los avisos de las caracolas. «Habiendo llegado [allí] las aguas dos horas después y más cerca del amanecer, pudieron oír las caracolas y las campanas y tener toda clase de avisos», publicó el diario ‘La Paz de Murcia’ tres días después del célebre suceso.
Aunque su destino principal era advertir la llegada de riadas, pronto se extendió el uso de las caracolas a cualquier incidente que requiriera un aviso general o una convocatoria de los huertanos, casi siempre, para protagonizar una protesta, cuando no una auténtica algarada.
No menos útiles, por tanto, resultaron estos instrumentos durante la revuelta del pimiento molido en 1902. Los huertanos ya venían denunciando que el producto se adulteraba con aceite y causaba un gran perjuicio a sus tiritantes economías. Al parecer, el 18 de enero se permitió que una partida saliera de la ciudad «y anoche, a las diez, comenzaron a sonar las caracolas en toda la huerta, habiendo cesado al amanecer».
Pero tras congregar, según el diario ‘Las Provincias del Levante’, a unos «2.000 huertanos de la zona norte, 800 del partido de San Benito, otros 2.200 de la zona de Levante y más de 1.000 de la de Poniente. Entonces se dirigieron a la ciudad». Y en qué se vieron las autoridades para contenerlos.
A vueltas con los riegos
A finales de julio de 1905 volvieron a sonar tan curiosos instrumentos en la vega, «por distintos sitios de la parte de Mediodía, congregando a miles de huertanos, cuya excitación ha sido grande al saber que proseguían las obras». Se refería el diario ‘El Liberal’ a una intervención en la Contraparada, necesaria para recolocar los enormes sillares que componían la presa. Sin embargo, era una actuación contestada por los regantes: no se fiaban de quienes mandaban.
Otro caso singular ocurrió en 1935 y evidencia que las caracolas también eran mano de santo para convocar a las mujeres. Eso sucedió en Beniaján, cuando Francisca García, depositaria judicial de los frutos embargados a otra vecina, se presentó en la finca para realizar su trabajo. Y se llevó un chasco. Más tarde denunció a la Guardia Civil, como publicó la prensa, que «oyó tocar una caracola y a continuación acudir varias mujeres que la insultaron sin que conociera a ninguna de ellas».
Otro de los usos tradicionales era la organización de los ‘scouts’ en sus campamentos. «A las 22, la caracola ordenó silencio, y quedó en Espuña un bello paisaje iluminado por la luna llena», refería el diario ‘Levante Agrario’ en 1935. E incluso para usos más deplorables. También sonaron durante la Guerra Civil, en la víspera del 13 de septiembre de 1936, cuando se produjo el asalto a la Prisión Provincial y la turba congregada a golpe de caracola asesinó a diez murcianos. No solo en Murcia se generalizó su uso. Al toque de caracolas se convocaron en 1873 a los vecinos de la diputación cartagenera de Perín para defenderse contra los cantonales, quienes se disponían a realizar una incursión por aquellas tierras «con objeto quizá de recoger víveres», anunciaba el diario ‘La Paz de Murcia’.
Y en abril de 1903, por apuntar otro ejemplo, los obreros que cargaban carbones y minerales en los muelles de Santa Lucía y Alfonso XII se declararon en huelga. Querían la jornada de ocho horas. Y eso hicieron: al cumplirlas aquel día se marcharon tras oír el toque de una caracola. Como caracolas eran las que citaban a los segadores que de aquella comarca marchaban a segar a La Mancha.
Y alguna alegría
Las caracolas también anunciaron en octubre de 1968 la alegría de miles de murcianos por la aprobación del Trasvase Tajo-Segura. Sucedió el día primero de aquel mes. Aunque, por desgracia, tan espléndido sistema de mensajería ya había caído en desuso ante el avance de las nuevas tecnologías. Poco antes de las celebraciones por el trasvase, el periódico ‘Línea’, haciéndose eco de esa noticia, advertía: «Y ya las caracolas están en las vitrinas de entusiastas de antigüedades». Hoy resulta difícil encontrarlas siquiera ahí.
Había otros sonidos curiosos que, en lugar de alertar a la población, despertaban cuando menos una sonrisa. Era el caso de las cencerradas que se propinaban a un viudo o una viuda que volvía a casarse, con incidencia el día de la boda, «desde el alba hasta el preciso instante en que los novios salían del templo parroquial, tras recibir la bendición que los había convertido en matrimonio», recordó en su día el cronista de Murcia, Carlos Valcárcel.
Para completar el ‘archivo sonoro de cachibaches’ habría que añadir las macetas que se arrojaban por las ventanas el día de la Pascua. Pero esa es historia igual de sabrosa.
Antonio Botías. La Verdad de Murcia. Artículo publicado el 26 de noviembre de 2017.